Monstruos.

Voy caminando al costado de una ruta que atraviesa el desierto. Un desierto patagónico, claro, de tierra arcillosa que brilla al sol. A la izquierda, sobre la línea del horizonte, hay montañas.

Más adelante una estación de servicio. Un hombre viejo, con la mirada perdida en dirección hacia mí, sostiene la manguera del surtidor de nafta en dirección a la ruta. Cuando llego el hombre no parece saber que estoy ahí. Pienso que necesito un auto: aparece. Está pintado de bordó, con el interior tapizado de un marrón claro, apenas más oscuro que el desierto incandescente.

Ahora el hombre comienza a cargar nafta en el auto. Siento ganas de fumar. Saco un cigarrillo, lo enciendo, doy una bocanada y, mientras suelto el humo, saco mi brazo izquierdo por la ventanilla. Dejo caer las cenizas con un golpe de mi dedo: Una chispa arrastrada por el viento de frente enciende la nafta y una explosión destruye todo.

Estoy de nuevo en el auto, mirando el paquete de cigarrillos. Decido que será mejor no fumar. Cuando miro por el espejo retrovisor descubro dos seres enormes, de más de dos metros y medio, sentados en el asiento trasero. Son anchos, peludos. No parecen tener brazos ni cara. Sólo un esbozo de silueta humana. Aparentemente los estoy llevando a alguna parte. Arrancamos. Hay otro más de ellos en el asiento del acompañante.

Me aseguro de ser humano: Esa camisa blanca re rayas azules y rojas, mi pantalón de vestir marrón y mis mocasines oscuros me dejan tranquilo al respecto. Decido ver mi reflejo en el espejo izquierdo del auto: soy uno de ellos. Es muy divertido manejar el auto sin tener brazos.

No tengo idea dónde vamos. Siento deseo de abandonar la ruta y dirigirme hacia las montañas, pero temo la reacción de los impasibles monstruos, temo que se exasperen y comiencen a golpearme. Finalmente decido salir del camino. No hay reacción. Me siento satisfecho.

Desplazo mi punto de vista y me contemplo desde fuera del auto, por sobre él. Me elevo y al subir veo la tierra hundirse, excepto en un círculo alrededor del auto, bajo la ruta (que quedó atrás) y las montañas más adelante. No alcanzo ver qué hay debajo.

Vuelvo a desplazar mi punto de vista: la realidad parece estirarse como chicle hacia mi derecha. Donde debería estar el auto hay formas como plantas secas, tienen algo juguetes, de soldaditos de plástico, de carbón. Sobre esas formas, donde hubiera estado mi segundo punto de vista, una enorme lente de luz celeste claro, brillante, con forma convexa y cóncava apuntando hacia abajo. Intento alejarme más y es como si esas visiones fueran dos polos que interactúan eléctricamente. Chicles de luz.

Me encuentro en un cuarto punto de vista, donde todo es claro. Mi cuerpo emana ondas de luz dorada al ritmo de mi respiración. Me siento en eje. Siento paz. Todo ese mundo anterior pierde importancia.

Me acerco desde aquí al primero que fui, al que maneja el auto. Es humano otra vez. Los monstruos ya no están con él, pero hay algo extraño en el asiento de atrás, algo oscuro, viscoso, como burbujas de sombra. Le pregunto qué está haciendo ahí. Me dice que quiere saber lo que es esa porquería. Le pregunto qué está haciendo en el desierto. Me dice que vino a conocer. Que le gusta.

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