Lobos.

Estoy en un paisaje en apariencia norteamericano. Es una noche invernal. Está nevando un poco, y soplan vientos leves de a ráfagas repentinas. Estoy al pie de una montaña, en una especie de grieta tras una saliente ubicada a mi izquierda, desde donde sopla el viento. Observo frente a mí un río semicongelado que corre despacio a unos 30 metros de distancia. En la otra costa, un bosque de pinos se pierde en sus propias sombras. El cielo proyecta un resplandor azulado sobre la totalidad de la escena.

El tiempo pasa lento. El paisaje y los copos de nieve se mecen de forma muy calma con el viento. Algo se mueve, pasa rápida y sigilosamente, se detiene, me mira: es un lobo. Sigue su camino hacia mi derecha. No me inspira temor.

Otro más me sorprende saltando por encima mío, entre las salientes que me guarecen del viento. Hay algo a la izquierda, detrás de esas piedras. Intuyo que deben estar reunidos alrededor del fuego. Quizás un grupo de personas. No. Son lobos, estoy seguro.

Permanezco allí hasta que algo me sugiere mirarme. Estoy cerca del suelo, y me sorprendo al contemplar mis manos: son patas. Patas de lobo. Entiendo la naturalidad de la situación. Siempre y cuando mantenga la distancia prudente, no tendré problemas con los otros. Cada lobo hace lo que tiene que hacer.

De repente siento sed. Levanto mi cuerpo y me dirijo al río. El agua es helada, filosa, se siente como agujas. Me giro. La luna me emociona justo encima del filo de la montaña. Cuando bajo la vista en la dirección al grupo de hombres descubro que es en realidad un grupo de lobos. No hay fuego. Están alrededor de una esfera de luz que solo nosotros, los lobos, podemos ver. Parece proyectar un calor especial.

Decido dejar de luchar solo contra el frío y acercarme a esa luz. Comienzo a caminar despacio hacia la jauría que descansa en su brillo.

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